Pueblo Chico… Cielo Grande

Ya salen, ¡al fin!, sus ocho años enfundados en el guardapolvo rabón, que deja asomar las rodillas, donde el talco quiere ocultar las raspaduras del último “picado”.

Las patitas de tero repican en el corredor, enfrentando el frío de la soleada mañana de aquel julio del treinta y tantos.
Ha quebrado a la pasada el carámbano que dejó la helada en la canilla goteadora del jardín.

Mira de reojo la gran escarapela azul y blanca, que viene luciendo con tanto orgullo, toda esa semana patria.

Dentro de esa cabecita de rebeldes remolinos castaños, semi-peinada, semi-despierta, se mezclan las lecciones de la maestra, las ilustraciones del salón y la admiración sin límites por esos Gauchos de Güemes, que a lazo y boleadoras echaron a esos antipátcos españoles ¡tan mandones! (Eso habría que hacerle al gallego” de la esquina, que no los deja jugar en la vereda).

Cuando sea grande, va a mandar, como San Martin, muchos granaderos; si casi se figura que la cartera de los útiles, que carga a su espalda, es la mochila del soldado “Patricios”, que está en la lámina de la “Historia de Grosso”. Sí, va a luchar y echar del país a todos los extranjeros…

Pero… de pronto se ha acordado del abuelito español, tan cariñoso, con sus inagotables bolsillos de caramelos… bueno,¡a él no, ni al vasco lechero que le da una vueltita en el carro de reparto, ni al turco del almacén, que siempre le da la “yapa”… la “nona” que le cuenta cuentitos en italiano… bueno a ellos los va a dejar, pero a ese gallego de mier…

Ya ha dado la vuelta al corralón, y queda momentaneamente deslumbrado por el brillo de la escarcha, que blanquea el inmenso potrero baldío, que deberá cruzar por el caminito del medio ¡Que heladon!.

Oye asombrado el sonido de un cencerro y entre el vapor que levanta el sol, descubre, ¡oh maravilla! una gran caballada suelta en el potrero, y cerca del caminito, una gran chata, de gigantescas ruedas, y bajo ella, sentado sobre una pila de aperos, tomando mate y acariciando a un perrazo barcino, frente a un fuego donde se dora un asado, hay un gaucho, ¡Como los de Güemes!, con poncho y todo.

Pero lo que lo deja tan pasmado, que hasta se olvida de la hora de clase, es que del tupido cicutar que hay detrás del carro, ha salido una yegua blanca y trotando junto a ella, el más bonito potrillito tobiano que pudiera haber soñado existiera en toda la pampa.

Verlo, y quedar prendado, es todo uno, es tan fuerte el recien nacido deseo de tenerlo, que sin saber como, se encuentre de pronto, medio abatatado, frente al carrero de adustos bigotazos, al que saluda con un timido “Buenos dias, señor”, que el viejo ha contestado con un carraspeo y el perro con un gruñido… Al fin, con vocesita apenas audible se atreve a preguntar: “Señor ¿no me venderia el potrillito?… Yo tengo dos monedas de diez y muchas de cinco en la alcancia…”

El viejo gaucho lo está observando con un brillito socarrón bajo las espesas cejas tordillas y ¡por fin!, después de chupar el mate habla, y al chico le parece que por su boca le hablara la Patria:
“¡Hum!, ¡ajá!, por tu laya se me hacia que eras un pichón de gringo, pero por esa escarapela veo que sos argentino… así que como argentino, has de ser medio de a caballo, y yo justo estoy precisando un caballerizo, así que si vos te animás a subir el potrillo, te lo regalo ¿Qué te parece?”. Loco de contento, ha aceptado inmediatamente, aunque ya pensando: “(y… andar sé, bueno… un poquito, el potrillito parece mansito…”) pero se acuerda de golpe, ahora tengo que ir a la escuela, y alarmado pregunta: “¿Señor, usted no se va a ir hasta 1 a tarde, verdad?”

Divertido, el viejo, lo vuelve a mirar y responde “Vaya tranquilo nomás, un argentino no hace esperar a la maestra, el potrillo va a estar aquí, yo tengo que esperar unos días, hasta que don Victoria, el herrero del fondo del potrero, me enllante las ruedas”.

Ya el chico ha cruzado corriendo por el caminito, cuidando de no mojarse los pies con el pasto, y doblando el otro corralón, está en la esquina donde empieza el empedrado. Todavía va a llegar temprano a la escuela pero ¡hoy es el dia de las sorpresas! Pasa un camión cargado de cajones, en el que va un hombre con una gran corneta de latón, pregonando: “iMandarinas de San Pedro! iA las ricas mandarinas! Como esto no es frecuente en el pueblo, no hay que perderse esta novedad; hay que mirar el camión, que ha parado en la esquina.

El hombre de la corneta baja del camión y arroja en la calle de tierra un cajón con varias frutas pasadas”, envueltas en lindos papeles verdes y rosas; vuelve a subir y se aleja velozmente. ¡Qué hermosos papeles para hacerse un barrilete! Hay que sacarse la mochila y meterlos en ella, pero, ¿Qué hacer con la fruta podrida, sino jugar a las bombas?

Todavia es temprano para llegar a clase, asi que sin la cartera en la espalda, se puede trepar al enorme poste de la “Unión Telefónica”, por la escala de estribos, como si fuera el Palo Mayor del barco del Almirante Brown, y arrojar de alli las mandarinas.

Casi desde la punta del poste, (¡Qué lindo se ve!) apoya el cajón con las frutas en la cruceta y observa que por la calle empedrada viene un Ford, sin capota, y haciendo un gran estrépito y más humo que la máquina “express” de la confitería París.

Al volante, muy orondo, se ha instalado don Nicola, el próspero chacarero italiano, con su cadena de oro cruzándole la panza, sobre el chaleco y la testa medio agachada tras el parabrisas de mica, para que el viento no le vuele la galera.

Entonces, el “Almirante Brown”, rompe el fuego por estribor, y la primera “bomba mandarina” revienta en el capot de don Nicola, que asombrado, se incorpora sobresaliendo del parabrisas, lo suficiente como para que la segunda andanada del “corsario” le haga volar el “borsalino” de la cabeza.
Pero entonces ya ha divisado al causante, por lo que aplicando sus “infalibles” frenos… pasa de largo frente al palo, vomitando itálicas maldiciones y logrando detenerse como a una cuadra, se apea y comienza a correr hacia el poste, gesticulando furioso.

El “almirante” piensa que debe volar la santabárbara antes que rendirse, pero como emergiendo tras del Ford de don Nicola, corno los granaderos tras los muros del convento, se lanza a la carga el misrnísimo sargento Ciriaco, jinete en su tordillo, reboleando su enorme sable; empieza un vertiginoso descenso del mástil, salteando escalones, y como la cosa apura, de casi la mitad del poste se lanza al suelo, volviendo a pelarse las rodillas, y dejando la cartera, huye perseguido por la caballería argentina y la infantería italiana al mismo tiempo.

Como una centella dobla el corralón, penetra al potrero, y se zambulle en el cicutal, mojándose el guardapolvo con la helada, y queda agazapado temblando.
Pero entonces, de la cercana chata, oye la voz del carrero que le ordena: “Vení, matrero, metete bajo el carro, que para hacerte perdiz se te ve blanquear mucho entre el cicutal”, subite al catre y quedate quieto, que par salvarse de la partida hay que ser sereno.

Trepa el chico hasta la hamaca de bolsas que cuega siempre del piso de las chatas, venciendo la repugnancia del olor a cuero y el miedo al perro que le gruñe; el gaucho viejo lo cubre totalmente con unas matras y el poncho que se ha quitado.

Escucha fuertes pasos, y segundos después, casi sin respirar de miedo, oye esta conversación:
– “Dove stá il brigante”
– Epa, amaine, que me asusta los cabal1os. ¿El vigilante, dice? Ahí viene atrás suyo; llegan a tiempo para churrasquear”.
– Ma no ¡il bambino!
– Sí, vino tengo, pero si va a ir a buscar más, vaya nomas.
– ¡Ma Cristo! io busco al Mazcalzoni.
– “Sí, malcalzada está la rueda, por eso vengo a la herrería”.

Se oye torear al perro, y el gaucho: ” ¡Juera, perro! ¿Lo mordió?”
– ¡O porco cane!”
– ¿Poca carne? ¿Le parece? Ensarto otro churrasquito”
– Ma no, el chico, io lo amazzo”!
– “¡Le parece chico y se va a poner a amasar tallarines ahora! Coma, que el asado alcanza y sobra”.

Se detiene un galope. “Salú sargento, llega a tiempo, pegue un tajo”.
– Gracias, don Braulio, estoy de servicio, ¿no vio pasar a un muchacho corriendo?”
– “Sí, se ganó por el hinojal de la otra punta”.
– “Bueno, don Nicola (se oye al sargento), usted que tiene auto, de la vuelta a la manzana y espere en la otra cuadra, a la salida del baldío, contra la herrería. Yo con el caballo le vaya arriar a ese vago para su lado y así lo agarramos; no se meta en el yuyal que se va a mojar todo; vaya no más”.

Se oyen pasos que se alejan y ruido del Ford.
“Ate, sargento, el pingo en la rueda y priéndase al churrasco, que la helada es brava; el gringo ya se perdió de vista”.

Una manaza levanta las pilchas del catre y el viejo mirándolo muy serio le dice: “entregate, muchacho; el sargento vio tus huellas en el rocío, y sabe que estás en el catre… peor si te agarra el gringo”.

Sale entonces, “haciendo pucheros”, de debajo de la chata, para verse al lado del mismísimo sargento, que con su rostro aindiado lo mira severamente.
El chico observa el enorme sable al costado del policía y los grandes galones blancos, del codo al hombro, en el uniforme bayo y descolorido.

“¡Caiste, matrero!, le dice tomándolo de un brazo, y sacando unas relucientes esposas le pone una en la muñeca flaquita, que baila dentro de ella.

Lo ve casi por llorar y le dice algo más blando: “Mirá, gringito loco, más te conviene ir preso, que te agarre tu paisano.

El gaucho interviene y dice: “No, si este no es gringo, así como lo ve, medio alazán y zarco,es argentino y domador de potrillos; bueno, si va a parar al cepo, es mejor que antes le de permiso para que se caliente en el fogón, que está mojado de los yuyos y se tome unos mates para aguantar mejor”.

Le pasa la enorme calabaza, que le llena toda la mano libre y se esfuerza en tragar junto con las lágrimas el enorme cimarrón, tan distinto del matecito dulce y enlazado, que usa su madre, y que “después que tomen los mayores”, suele probar a veces.

Devuelve el mate medio lagrimeando, aunque le pareció que bajo los bigotes blancos y amarillentos de tabaco del viejo, se esconde algo así como una sonrisita.

Bueno, ¿Por qué no me lo larga, mi sargento, que este es criollo como usted, no ve como cimarronea?, y además yo lo preciso para que me dome los potrillos.
– Bueno, amigazo, si usted lo pide, lo voy a poner en libertad, por esta vez. Mirá, rubito vago, no vaya a ser que te largue y salgas gritándome cosas. Cada vez que yo pase, vos te tenés que cuadrar, como cuando suben la bandera en la escuela, y me saludás ¡Adiós, mi sargento!, ¿entendiste? Bueno, ahora andate a tu casa, inventate una excusa por la faltada a la escuela ¡Ah! y tomá la cartera, que yo la alcé en la esquina, porque si el gringo te la veia, con la bronca se la come… y le sacó las esposas.

Los talones le dan en la nuca, disparando para su casa, mientras oye las risotadas del sargento y del carrero, que se quedan churrasqueando bajo el carro.

… Se fue el invierno, vinieron las vacaciones, el potrero se llenó de tucuras y mariposas, el pasto está reseco, pero todas las tardes, al caer el sol, cuando deja el servicio y cruza el caminito en el tordillo, rumbo a su casa, el sargento ve al chico, firme, junto al alambrado del patio que da al baldio y oye su vocesita: ¡Adiós, sargento Ciriaco!
“Portate bien, rubio”! … y la gallarda estampa del jinete se pierde en el polvaderal…

Después, como en la zamba, las nieves y los años, me arriaron lejos. Lo que ayer fue esperanza hoy es recuerdo…

El viejo potrero se cubrió totalmente con las casas del centro… Los vendavales se llevaron el poste de la esquina… La chata de don Braulio se fue convirtiendo en polvo en alguna rinconada del camino… El asfalto cubrió las calles, y el herrero don Victorio se fue a arreglarle a Tata Dios las llantas del Arco Iris…

TIEMPOS NUEVOS
Un hombre corpulento entra apurado en el Banco Provincia, tiene poco tiempo que perder; cobrar cheques, pagar un impuesto y salir enseguida, debe viajar y tiene el pasaje anticipado.

Nerviosamente, hace sus diligencias, y al fin se retira de la ventanilla, pero en la humilde cola de los jubilados, advierte a un viejito alto y flaco, que aguarda su turno con marcial apostura.

Duda en demorarse; no está seguro de reconocerlo, no puede perder tiempo, pero, asi y todo, al pasar, se cuadra y por las dudas, le dice: “¡Adiós, sargento Ciriaco!”. El viejo lo mira opacamente, sin parecer conocerle. Entonces, el hombre, algo avergonzado sigue presuroso, pero ya a punto de trasponer la puerta de vaivén, le llega una voz cascada, una voz que le retorna de pronto a un mundo perdido, un mundo de potrillos, de bolitas, de gomeras…
“¡Portate bien, Rubito!”.

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