El Culo Sucio (con perdón de la palabra)

 

Hacía tanto tiempo que no se llegaba por el poblado de Chaves, que ya pocos se acordaban de él.

Como siempre su presencia tenía algo de aparición mágica, aunque bien sabíamos que había llegado en el tren de pasajeros, ya que su prestigio profesional nunca le hubiera permitido usar el de carga.

En el aire primaveral ya comenzaban, guardando intervalos, las notas armoniosas del “pito del afilador”, su pregón misterioso y somnoliento.

Iniciaba su recorrido empujando su “máquina de afilar”, una piedra esmeril redonda, impulsada velozmente por una cadena y rueda dentada de bicicleta al pedalear, según el ritmo requerido.

Recorría las calles céntricas afilando la cuchillería y tijeras, especialmente de las amas de casa puebleras y gringas y las de algunas sastrerías, fondas y hoteles, escoltado por los chiquilines extasiados por la lluvia de chispitas que saltaban de su piedra.

En nuestro pueblo del sur bonaerense, tan campero, no había gran demanda para este servicio. ¿Qué argentino no sabía afilar su cuchillo?

Cuando se los ofertaba, los paisanos lo miraban sobradores, pero con complicidad y respeto, pues muchos creían que su oficio no era más que una argucia, dando al término “andar afilando” el mismo sentido de andar noviando o enamorando mujeres.

Pero en centros más urbanizados del país su figura era tan popular que mereció la composición de una difundida “Ranchera del Afilador”, de la que aún recuerdo párrafos:

Camino siempre testigo errante
Y soy constante más que valiente
no habrá ilusiones en mi camino
pero el destino me grita siempre
“afilador, no abandones tu pedal
dale que dale a la rueda
que de alguna puerta
ya te llamarán”

El fruto de sus giras artesanales por el interior del país le permitía pasar varios meses en su barrio natal del arrabal porteño, feliz en el ambiente reo de escolazo y copetines, entre lunfas y milongueras.

En sus visitas por Gonzales Chaves, menospreciando su poco resultado económico, le gustaba hospedarse en “El Farol Rojo”, en el  barrio Patas Largas, por algunos días.

Pero nuestro afilador, no sólo era filoso, además también era filósofo.

Reiteraba que los hombres sólo eran barajas gastadas, naipes sucios en la mano del destino, y que por su mala suerte, a él, en la timba de la vida, le había tocado ser el AS DE OROS del juego de la baraja española.

Por esto los contertulios del Farol Rojo lo apodaron “Culo Sucio” inapelablemente.

La última vez que estuvo por Chaves, se llevó unos billetes de la Lotería de Montevideo, pensando cambiar la suerte de la de la habitual numeración que compraba en su agencia porteña.

Supimos que le tocó un premio importante, que esto lo curó de su escepticismo y le cambió su vida de “yetatore”.

En el altar de la Virgen de Lourdes en Santos Lugares, junto a cirios de novias y colimbas que se salvaron del servicio, muletas de rengos y lentes de ciegos que sanaron, quedó su máquina de afilador.

Supe que se casó y que ahora lo apodan AS DE ESPADAS.

Osvaldo Furlani

25 Mayo 2022

La cocina de Evita

la cocina Carusita

La cocina Carusita

 PROLOGO

Durante aquel periodo histórico de fines de los 30, todos los 40, y primeros años de los 50 del siglo pasado, en el despertar de la industria nacional, cuando talleres se convertían en pequeñas o medianas fábricas que intentaban dar abasto a la demanda de artículos del hogar, al acceder las masas obreras al poder adquisitivo que les permitía salir de la indigencia de la gran crisis pasada y del desabastecimiento debido a la guerra mundial la desocupación, los bajísimos salarios y las condiciones semifeudales de los campesinos del interior, que desde siempre vivían con una precariedad de vida increíble, se vieron quebradas por el acceso a condiciones mejores, se aumentó el consumo y se puso en marcha un círculo virtuoso de la economía.

Decenas de fábricas proveían de artefactos para hogares humildes, que empezaban a reemplazar, por ejemplo, los braseros a carbón y los calentadores aquellos clásicos “Primus” de los bulines de los viejos conventillos.

Estaban en auge las cocinitas con gasificadores de kerosene; había muchísimas marcas, entre ellas Volcán, Istilart, Simplex, etc. Pero la que fue paradigmática fue la de la fábrica Carú, la célebre “Carusita”, cuyo nombre llegó a ser sinónimo de cocinas de este tipo.

Yo no sé si Carú, el nombre de la fábrica, representaba una sigla, pero para los cientos de miles de migrantes del interior que provenían del Litoral, Chaco y del hermano Paraguay, la palabra “carú” tenía connotaciones del subyacente idioma guaraní que hacían referencia a los términos relacionados con comer, comida, cocinar, y posiblemente los preferían a otros nombres de marcas mas sofisticadas.

Recuerdo que en un encuentro de boxeo en el Luna Park, entre los célebres Prada y Gatica, los enardecidos hinchas de la Popular, siempre creativos, reemplazaron su acostumbrado grito de guerra “Dale, Mono, matalo.. Dale a la bodega” (para indicar que lo golpeara en el estómago) por el popularizado estribillo: “Dale, Mono… ¡A la carusita!”

La aspiración a reemplazar el brasero o el calentador por una “Carusita” (aunque fuera de otra marca similar) era motivo de ostentación entre vecinas rivales. Y a veces marcaban las diferencias sociopolíticas, pues también recuerdo haber oído decir despreciativamente “estos cabecitas peronistas, calefaccionados a Carusita”.

También hubo encendedores “Carusita”, pero como prólogo esto se me ha extendido mucho; disculpen lectores y vamos al grano…

Tres cuentos pampas

No sé, estimados lectores de Chaverías, si debo distraer vuestro tiempo para comunicarles mis pobres “saberes”.

Veo que éstos se me van quedando tan atrás en el tiempo, y tienen poca aplicación práctica. Es más, la mayoría no sólo no lo hallará interesantes; ni sabrá de qué les estamos hablando, en el entrañable y viejo lenguaje. Claro que siempre habrá curiosos del pasado; tal vez los lean con agrado. A ellos nos dirigimos.

Intentaré trasmitir literatura, pero esta vez no será la que vino con los europeos, esa la encontrarán en libros y bibliotecas. Tampoco los textos de las viejas civilizaciones, como el del Popol-Vuh de los mayas, por ejemplo, que contiene el cuento de la rebelión de los utensilios domésticos contra sus dueños, a miles de kilómetros y siglos de distancia, en el Chaco Salteño, nuestros chirigüanos vienen relatando la misma historia por tradición oral.

Aquí me referiré a esa literatura preexistente en forma de cuentos, leyendas, etc., que entroncando con el fondo ancestral de toda la especie humana, ya estaba en América desde 13.000 años.

Los pueblos indígenas las trasmitieron de forma oral, y luego pasaron a la población campesina, mestiza, y aún a los inmigrantes acriollados.
De estas raíces, conozco unas pocas locales, en lo que relativamente puedan serlo, pues con variantes, forman parte del acerbo común americano, de extracción no europea.

Intentaré trasmitirles tres, de prosapia pampa, como los hubieran contado “cuiviche” (los  antiguos). Aunque ellos no hubieran querido que huincas y puebleros los sepan.

De todos modos, les prestaré mi memoria, para que estos anónimos ancestros puedan contarles, queridos lectores, sus cuentos de picardía ingenua, que según decían ellos, sucedieron en “vilmapulito” (principio del mundo).

Cuando anden cruzando campo a lo oscuro, y sientan que la Lechuza arma un escándalo de chistidos y gritos, que suenan algo así como: “cha ca ca ca cha, ca, cacarú ¡tap! ¡tap!” tengan por seguro que se ha encontrado con el Peludo, su compadre, con el que no se lleva bien desde añares, y cada vez que se cruza con él, lo cubre de insultos, y éste trata de escabullirse, disimulando.

Sucedió que antes, el Peludo era constructor de cuevas, y la Lechuza le encargó una para ella.

-¡Encantado, comadre! ¿Dónde la quiere?
-En esta lomita nomás, compadre.

Y el peludo enseguida le cavó una cueva, medio estrecha y poco honda.
-Entre, comadre, a ver si le gusta la cueva-dijo el “Covür

Se metió doña Neque, la Lechuza, apurada, y quedó apretada en la cueva, y con la mitad de atrás del cuerpo afuera.

¡Ahí nomás el descarado del Peludo se le prendió de las verijas a la comadre! (la acosó sexualmente, como dicen ahora).

Es por eso que siempre que la Lechuza se cruza con el Peludo, le hace unos vuelos rasantes y le grita: “Cas.. cas… ¡cascarudo forzador! Tasp, tasp, chist, chist”

Para vengarse de la Lechuza, Covür, el Peludo, vio a su compadre, Guor, el Zorro. Estos son sus nombres pampas. A la lechuza se debe nombrarlaCoa, Neque, o Yarquen, no se debe decirle su nombre verdadero porque se ofende mucho y es capaz de hacernos “mal de ojo”, porque en “la lengua” pampa, de la raíz de su nombre verdadero chiuüd derivaron los indígenas el verbo chiuüdchiuúdún: estar en continua rotación, y también chiuüdn: dar vueltas y chiuüddrupaiún: caminar dando vueltas, y chuúddrupán: dar media vuelta, volcarse. Estos dos últimos son los que más rabia le dan, porque recuerdan para siempre la jugarreta que le hizo el Zorro en nombre del Peludo.

Una tarde que doña Neque, estaba posada en un tronco seco, el Zorro, empezó a caminar dando vueltas a cierta distancia de la Lechuza, conociendo lo enormemente curiosa que era el ave.

Esta, para no dejar de mirar qué hacía el Zorro, en vez de girar su cuerpo, daba vueltas la cabeza como siempre lo hace.

Siguió el Zorro dando vueltas a su alrededor, hasta que a la lechuza se le desenroscó la cabeza, y se le cayó al suelo. Desde entonces que no quiere oír la palabra chiuüd, su onomatopéyico nombre, ni sus verbos derivados.

Para que le devolvieran el cráneo, les tuvo que trenzar dos lazos de tientos que en cuanto los tuvieron, los compadres se fueron a divertir a una pialada puerta afuera, en un auca-malal (corral de yeguas cimarronas) que había en el pago.

El Peludo, al que el Zorro lo había tomado por zonzo, a la puerta del corral se cavó una cueva honda, estrecha y con una curva. El aprovechador del Zorro le dijo: “compadre, haga otra cueva para mí, pero bien grande, para dormir al fresco después de la pialada”.

El Peludo le cavó una ancha y derecha.

Empezó la pialada y la primera yegua que portió, el Peludo que se ató el lazo a la cintura, le echó un pial y se zambulló en la cueva curva, hinchó la cáscara y cuando terminó el lazo, volteó la yegua limpita.

El Zorro dijo: es fácil. Se ató él también el lazo a la cintura, se escupió las manos, compadrito, se requintó el sombrero, y de fanfarrón eligió al padrillo de la manada: del cogote lo enlazó y se zambulló en la cueva grande y derecha.

Cuando se terminó el lazo, salió de la cueva como un cañonazo, y el padrillo disparando campo afuera lo arrastraba y golpeaba en los cardales.

El Peludo le gritaba: “¡Eche verija, compadre, haga uña!” Y como al Zorro, apretado por el lazo, se le salían unos soretitos alargados y secos, el Peludo le avisaba: “¡Compadre, que va perdiendo los cigarros!

Pasado un tiempo, el Peludo encontró en una vizcachera la calavera del Zorro, que le brillaban los dientes a la luz de la luna, y le dijo:“¡Compadre, seguro que se está riendo porque se acuerda de aquella pialada!”

Por andar robando guascas por los galpones y pollos en los gallineros del pueblo, el Zorro se había llenado de pulgas.

De tal modo que no podía dormir ni cazar, se lo pasaba rascando, y había quedado la piel y los huesos.

Una mañanita, recorriendo el campo sin perros, para no asustar a los bichos, lo vi que andaba costeando un alambrado viejo y cada tanto sacaba velloncitos de lana de la que enredaban las ovejas al rascarse en las púas.

Cuando tuvo un montoncito regular, lo alzó en la boca y salió al trotecito.

Intrigado, lo seguí con cuidado de no asustarlo.

Fue derecho por una sendita hasta una laguna media honda que había, y se empezó a meter en el agua muy lentamente y cada vez más hondo. Después de un rato, comprendí qué hacía el Zorro.

A medida que las invadía el agua, las pulgas se corrían más arriba. Con toda paciencia el Zorro se hundía muy despacito y las pulgas se desplazaban.

Ya asomaba sólo la cabeza, y ahora sólo afloraba el hocico con el vellón de lana fuera del agua.

Esperó bastante, y cuando todas las pulgas estaban refugiadas en el vellón de lana, lo soltó de golpe en medio de la laguna, y salió como cohete. Sacudiéndose el agua, sin mirar atrás, se me perdió entre las pajas. ¡Animalito pícaro!

Osvaldo Furlani
Febrero 2010
Año del Bicentenario

Pompilio, un caballo crespo

A los pocos probables lectores de “Chaverías”:

A riesgo de ser monotemático con relatos de chatas y carros, les voy a contar uno más. Éste no va a ser de los carreros de Chaves, pero no importa, porque los carreros de Lobería, los de Chaves, Juárez, Tres Arroyos, etc. convergían todos en el puerto de Quequén. Y allí, confraternizando, eran todos uno, en el puerto y en la huella, como lo son hoy en el olvido.

Debo aclarar que no son lo mismo carreteros que carreros.
Carreteros eran los antecesores, los de las carretas tiradas por bueyes. Después vinieron los carreros, los de los carros y chatas, arrastrados por caballos. (Salvo los carros cuyanos y de otras provincias, tirados por mulas).

Tampoco todos los carreros fueron gauchos de bota de potro, al contrario. Había muchos vascos, pero también de otras naciones y algunos hijos de la bella Italia.

Chata de Heraclio y Fructuoso Díaz, en el galpón de la Estación Alzaga. (facilitada por Tito Díaz)

Carreta de bueyes vadeando río.

Pueblo Chico… Cielo Grande

Ya salen, ¡al fin!, sus ocho años enfundados en el guardapolvo rabón, que deja asomar las rodillas, donde el talco quiere ocultar las raspaduras del último “picado”.

Las patitas de tero repican en el corredor, enfrentando el frío de la soleada mañana de aquel julio del treinta y tantos.
Ha quebrado a la pasada el carámbano que dejó la helada en la canilla goteadora del jardín.

Mira de reojo la gran escarapela azul y blanca, que viene luciendo con tanto orgullo, toda esa semana patria.

Dentro de esa cabecita de rebeldes remolinos castaños, semi-peinada, semi-despierta, se mezclan las lecciones de la maestra, las ilustraciones del salón y la admiración sin límites por esos Gauchos de Güemes, que a lazo y boleadoras echaron a esos antipátcos españoles ¡tan mandones! (Eso habría que hacerle al gallego” de la esquina, que no los deja jugar en la vereda).

Cuando sea grande, va a mandar, como San Martin, muchos granaderos; si casi se figura que la cartera de los útiles, que carga a su espalda, es la mochila del soldado “Patricios”, que está en la lámina de la “Historia de Grosso”. Sí, va a luchar y echar del país a todos los extranjeros…

Pero… de pronto se ha acordado del abuelito español, tan cariñoso, con sus inagotables bolsillos de caramelos… bueno,¡a él no, ni al vasco lechero que le da una vueltita en el carro de reparto, ni al turco del almacén, que siempre le da la “yapa”… la “nona” que le cuenta cuentitos en italiano… bueno a ellos los va a dejar, pero a ese gallego de mier…

Ya ha dado la vuelta al corralón, y queda momentaneamente deslumbrado por el brillo de la escarcha, que blanquea el inmenso potrero baldío, que deberá cruzar por el caminito del medio ¡Que heladon!.

Oye asombrado el sonido de un cencerro y entre el vapor que levanta el sol, descubre, ¡oh maravilla! una gran caballada suelta en el potrero, y cerca del caminito, una gran chata, de gigantescas ruedas, y bajo ella, sentado sobre una pila de aperos, tomando mate y acariciando a un perrazo barcino, frente a un fuego donde se dora un asado, hay un gaucho, ¡Como los de Güemes!, con poncho y todo.

Pero lo que lo deja tan pasmado, que hasta se olvida de la hora de clase, es que del tupido cicutar que hay detrás del carro, ha salido una yegua blanca y trotando junto a ella, el más bonito potrillito tobiano que pudiera haber soñado existiera en toda la pampa.

Verlo, y quedar prendado, es todo uno, es tan fuerte el recien nacido deseo de tenerlo, que sin saber como, se encuentre de pronto, medio abatatado, frente al carrero de adustos bigotazos, al que saluda con un timido “Buenos dias, señor”, que el viejo ha contestado con un carraspeo y el perro con un gruñido… Al fin, con vocesita apenas audible se atreve a preguntar: “Señor ¿no me venderia el potrillito?… Yo tengo dos monedas de diez y muchas de cinco en la alcancia…”

El viejo gaucho lo está observando con un brillito socarrón bajo las espesas cejas tordillas y ¡por fin!, después de chupar el mate habla, y al chico le parece que por su boca le hablara la Patria:
“¡Hum!, ¡ajá!, por tu laya se me hacia que eras un pichón de gringo, pero por esa escarapela veo que sos argentino… así que como argentino, has de ser medio de a caballo, y yo justo estoy precisando un caballerizo, así que si vos te animás a subir el potrillo, te lo regalo ¿Qué te parece?”. Loco de contento, ha aceptado inmediatamente, aunque ya pensando: “(y… andar sé, bueno… un poquito, el potrillito parece mansito…”) pero se acuerda de golpe, ahora tengo que ir a la escuela, y alarmado pregunta: “¿Señor, usted no se va a ir hasta 1 a tarde, verdad?”

Divertido, el viejo, lo vuelve a mirar y responde “Vaya tranquilo nomás, un argentino no hace esperar a la maestra, el potrillo va a estar aquí, yo tengo que esperar unos días, hasta que don Victoria, el herrero del fondo del potrero, me enllante las ruedas”.

Ya el chico ha cruzado corriendo por el caminito, cuidando de no mojarse los pies con el pasto, y doblando el otro corralón, está en la esquina donde empieza el empedrado. Todavía va a llegar temprano a la escuela pero ¡hoy es el dia de las sorpresas! Pasa un camión cargado de cajones, en el que va un hombre con una gran corneta de latón, pregonando: “iMandarinas de San Pedro! iA las ricas mandarinas! Como esto no es frecuente en el pueblo, no hay que perderse esta novedad; hay que mirar el camión, que ha parado en la esquina.

El hombre de la corneta baja del camión y arroja en la calle de tierra un cajón con varias frutas pasadas”, envueltas en lindos papeles verdes y rosas; vuelve a subir y se aleja velozmente. ¡Qué hermosos papeles para hacerse un barrilete! Hay que sacarse la mochila y meterlos en ella, pero, ¿Qué hacer con la fruta podrida, sino jugar a las bombas?

Todavia es temprano para llegar a clase, asi que sin la cartera en la espalda, se puede trepar al enorme poste de la “Unión Telefónica”, por la escala de estribos, como si fuera el Palo Mayor del barco del Almirante Brown, y arrojar de alli las mandarinas.

Casi desde la punta del poste, (¡Qué lindo se ve!) apoya el cajón con las frutas en la cruceta y observa que por la calle empedrada viene un Ford, sin capota, y haciendo un gran estrépito y más humo que la máquina “express” de la confitería París.

Al volante, muy orondo, se ha instalado don Nicola, el próspero chacarero italiano, con su cadena de oro cruzándole la panza, sobre el chaleco y la testa medio agachada tras el parabrisas de mica, para que el viento no le vuele la galera.

Entonces, el “Almirante Brown”, rompe el fuego por estribor, y la primera “bomba mandarina” revienta en el capot de don Nicola, que asombrado, se incorpora sobresaliendo del parabrisas, lo suficiente como para que la segunda andanada del “corsario” le haga volar el “borsalino” de la cabeza.
Pero entonces ya ha divisado al causante, por lo que aplicando sus “infalibles” frenos… pasa de largo frente al palo, vomitando itálicas maldiciones y logrando detenerse como a una cuadra, se apea y comienza a correr hacia el poste, gesticulando furioso.

El “almirante” piensa que debe volar la santabárbara antes que rendirse, pero como emergiendo tras del Ford de don Nicola, corno los granaderos tras los muros del convento, se lanza a la carga el misrnísimo sargento Ciriaco, jinete en su tordillo, reboleando su enorme sable; empieza un vertiginoso descenso del mástil, salteando escalones, y como la cosa apura, de casi la mitad del poste se lanza al suelo, volviendo a pelarse las rodillas, y dejando la cartera, huye perseguido por la caballería argentina y la infantería italiana al mismo tiempo.

Como una centella dobla el corralón, penetra al potrero, y se zambulle en el cicutal, mojándose el guardapolvo con la helada, y queda agazapado temblando.
Pero entonces, de la cercana chata, oye la voz del carrero que le ordena: “Vení, matrero, metete bajo el carro, que para hacerte perdiz se te ve blanquear mucho entre el cicutal”, subite al catre y quedate quieto, que par salvarse de la partida hay que ser sereno.

Trepa el chico hasta la hamaca de bolsas que cuega siempre del piso de las chatas, venciendo la repugnancia del olor a cuero y el miedo al perro que le gruñe; el gaucho viejo lo cubre totalmente con unas matras y el poncho que se ha quitado.

Escucha fuertes pasos, y segundos después, casi sin respirar de miedo, oye esta conversación:
– “Dove stá il brigante”
– Epa, amaine, que me asusta los cabal1os. ¿El vigilante, dice? Ahí viene atrás suyo; llegan a tiempo para churrasquear”.
– Ma no ¡il bambino!
– Sí, vino tengo, pero si va a ir a buscar más, vaya nomas.
– ¡Ma Cristo! io busco al Mazcalzoni.
– “Sí, malcalzada está la rueda, por eso vengo a la herrería”.

Se oye torear al perro, y el gaucho: ” ¡Juera, perro! ¿Lo mordió?”
– ¡O porco cane!”
– ¿Poca carne? ¿Le parece? Ensarto otro churrasquito”
– Ma no, el chico, io lo amazzo”!
– “¡Le parece chico y se va a poner a amasar tallarines ahora! Coma, que el asado alcanza y sobra”.

Se detiene un galope. “Salú sargento, llega a tiempo, pegue un tajo”.
– Gracias, don Braulio, estoy de servicio, ¿no vio pasar a un muchacho corriendo?”
– “Sí, se ganó por el hinojal de la otra punta”.
– “Bueno, don Nicola (se oye al sargento), usted que tiene auto, de la vuelta a la manzana y espere en la otra cuadra, a la salida del baldío, contra la herrería. Yo con el caballo le vaya arriar a ese vago para su lado y así lo agarramos; no se meta en el yuyal que se va a mojar todo; vaya no más”.

Se oyen pasos que se alejan y ruido del Ford.
“Ate, sargento, el pingo en la rueda y priéndase al churrasco, que la helada es brava; el gringo ya se perdió de vista”.

Una manaza levanta las pilchas del catre y el viejo mirándolo muy serio le dice: “entregate, muchacho; el sargento vio tus huellas en el rocío, y sabe que estás en el catre… peor si te agarra el gringo”.

Sale entonces, “haciendo pucheros”, de debajo de la chata, para verse al lado del mismísimo sargento, que con su rostro aindiado lo mira severamente.
El chico observa el enorme sable al costado del policía y los grandes galones blancos, del codo al hombro, en el uniforme bayo y descolorido.

“¡Caiste, matrero!, le dice tomándolo de un brazo, y sacando unas relucientes esposas le pone una en la muñeca flaquita, que baila dentro de ella.

Lo ve casi por llorar y le dice algo más blando: “Mirá, gringito loco, más te conviene ir preso, que te agarre tu paisano.

El gaucho interviene y dice: “No, si este no es gringo, así como lo ve, medio alazán y zarco,es argentino y domador de potrillos; bueno, si va a parar al cepo, es mejor que antes le de permiso para que se caliente en el fogón, que está mojado de los yuyos y se tome unos mates para aguantar mejor”.

Le pasa la enorme calabaza, que le llena toda la mano libre y se esfuerza en tragar junto con las lágrimas el enorme cimarrón, tan distinto del matecito dulce y enlazado, que usa su madre, y que “después que tomen los mayores”, suele probar a veces.

Devuelve el mate medio lagrimeando, aunque le pareció que bajo los bigotes blancos y amarillentos de tabaco del viejo, se esconde algo así como una sonrisita.

Bueno, ¿Por qué no me lo larga, mi sargento, que este es criollo como usted, no ve como cimarronea?, y además yo lo preciso para que me dome los potrillos.
– Bueno, amigazo, si usted lo pide, lo voy a poner en libertad, por esta vez. Mirá, rubito vago, no vaya a ser que te largue y salgas gritándome cosas. Cada vez que yo pase, vos te tenés que cuadrar, como cuando suben la bandera en la escuela, y me saludás ¡Adiós, mi sargento!, ¿entendiste? Bueno, ahora andate a tu casa, inventate una excusa por la faltada a la escuela ¡Ah! y tomá la cartera, que yo la alcé en la esquina, porque si el gringo te la veia, con la bronca se la come… y le sacó las esposas.

Los talones le dan en la nuca, disparando para su casa, mientras oye las risotadas del sargento y del carrero, que se quedan churrasqueando bajo el carro.

… Se fue el invierno, vinieron las vacaciones, el potrero se llenó de tucuras y mariposas, el pasto está reseco, pero todas las tardes, al caer el sol, cuando deja el servicio y cruza el caminito en el tordillo, rumbo a su casa, el sargento ve al chico, firme, junto al alambrado del patio que da al baldio y oye su vocesita: ¡Adiós, sargento Ciriaco!
“Portate bien, rubio”! … y la gallarda estampa del jinete se pierde en el polvaderal…

Después, como en la zamba, las nieves y los años, me arriaron lejos. Lo que ayer fue esperanza hoy es recuerdo…

El viejo potrero se cubrió totalmente con las casas del centro… Los vendavales se llevaron el poste de la esquina… La chata de don Braulio se fue convirtiendo en polvo en alguna rinconada del camino… El asfalto cubrió las calles, y el herrero don Victorio se fue a arreglarle a Tata Dios las llantas del Arco Iris…

TIEMPOS NUEVOS
Un hombre corpulento entra apurado en el Banco Provincia, tiene poco tiempo que perder; cobrar cheques, pagar un impuesto y salir enseguida, debe viajar y tiene el pasaje anticipado.

Nerviosamente, hace sus diligencias, y al fin se retira de la ventanilla, pero en la humilde cola de los jubilados, advierte a un viejito alto y flaco, que aguarda su turno con marcial apostura.

Duda en demorarse; no está seguro de reconocerlo, no puede perder tiempo, pero, asi y todo, al pasar, se cuadra y por las dudas, le dice: “¡Adiós, sargento Ciriaco!”. El viejo lo mira opacamente, sin parecer conocerle. Entonces, el hombre, algo avergonzado sigue presuroso, pero ya a punto de trasponer la puerta de vaivén, le llega una voz cascada, una voz que le retorna de pronto a un mundo perdido, un mundo de potrillos, de bolitas, de gomeras…
“¡Portate bien, Rubito!”.

Ch’averias

En la foto de la Portada:

En el pilote Trilladora, el anciano Huayquimil, ha dado la espalda al fotógrafo, llevado de la creencia que se puede capturar el espíritu a través de la imagen. Su perro, adiestrado para “vistear”,  monta guardia.

Huayquimila(lanza de oro) vino de muy joven con el cacique aliado Don Venancio Coñuepan (tiempos de Rosas). Falleció más que centenario en el hogar de ancianos de Tres Arroyos.

Fue puestero de la estancia de don Adolfo Gonzales Chaves, a cuyo capataz le salvó la vida en el malón de Namuncurá, introduciéndolo en un tonel vacío, al que tapó y se sentó encima. Por ser indígena, el malón paso de largo sin quemarle el puesto.

 Trasposición de Costumbres:

Tiene atada a la cintura la madeja de hilo de coser bolsas. Hasta hace poco, en la jerga de los estibadores se decía “atarse las boleadoras”, cuando el cosedor se ceñía las madejas. También se decía “agarrar la lanza”, en referencia a tomar la aguja.

Casi toda la literatura nuestra nos pinta un indígena semidesnudo, asesinando, incendiando y robando, y poco se refiere a la participación de millones de ellos en los 500 años de la conquista, en el trabajo, costumbres, idioma, conocimientos y ascendencia genética en la formación del pueblo argentino.